SOCIEDAD

Santiago Hernández, colaborador de César Manrique: “Todo lo de hierro pasó por mis manos”

Fue maestro soldador en el Cabildo de Lanzarote y ha hecho cancelas, lámparas o papeleras para los Centros Turísticos y el Taro de Tahíche, pero, sobre todo, pasaron por sus manos los Juguetes del Viento

Fotos: Adriel Perdomo.
Saúl García 0 COMENTARIOS 24/12/2019 - 07:43

“Para que no te compliques, todo lo que hay de hierro pasó por mis manos”. Así resume Santiago Hernández (Yaiza, 1945) la respuesta a la pregunta de cuál fue su trabajo en los Centros de Arte, Cultura y Turismo de Lanzarote y en Taro de Tahíche, sede de la Fundación César Manrique: pantallas, cancelas, papeleras, verjas… y sobre todo los Juguetes del Viento.

Dice Santiago que cuando nació en el sur de Lanzarote no había nada. “Por no haber no había ni escuela”, así que ya de joven acabó en Arrecife y entró como aprendiz en Afersa. Aprendió el oficio durante tres años sin sueldo, primero reparando los barcos como mecánico “a base de esfuerzo” y de imaginación.

Después se pasó a la soldadura, que también requería trabajar día y noche cuando llegaban barcos de Galicia y de Andalucía. Tenía quince años y, en ocasiones, se quedaba dormido del cansancio mientras soldaba.

Antes de entrar a trabajar en el Cabildo de Lanzarote, en el Parque móvil, como maestro soldador, probó suerte en África. Había muerto su padre y el luto era muy riguroso. Como no podía ir ni a las fiestas ni a ningún sitio, se marchó a Port Étienne a trabajar a un taller.

Solo estuvo ocho meses porque su madre fue a verle y lo que vio fue “que el ambiente no era bueno”, así que cuando volvió a Lanzarote de vacaciones aprovechó para no volver. Dice que allí, en aquella época, había de todo, mientras que en Lanzarote aún no había de nada. “Estaba todo más avanzado”. 

En el Cabildo comenzó soldando bidones de asfalto. Se usaban y se volvían a cerrar para mandarlos de vuelta a Tenerife. Puro reciclaje. “El reciclaje ya lo hacía don César antes de que existiera -dice Santiago-, lo aprovechaba todo, a todo le daba utilidad”.

El gran cactus que está a la entrada del Jardín está hecho con hierros viejos, el eje del Juguete del Viento de Arrieta es de un camión y las pantallas que hay en Jameos son boyas marinas partidas por la mitad. El colgante que hay en el Mirador del Río es chatarra, con planchas de dos metros y el sistema para recoger las lonas en Jameos está hecho, entre otras cosas, con el diferencial de un Peugeot y los cojinetes de las vagonetas de Famara.

“Íbamos al vertedero, no al comercio”, asegura.  Recuerda que César Manrique le echó un pleito por alisar uno de los encargos, porque lo quería rugoso, imperfecto. “Si lo quiero fino y delicado lo mando a hacer a Alemania”, les decía.

De igual modo, antes de la inauguración Santiago tuvo que ir a las salinas de Los Cocoteros a echar salmuera a la cancela del Jardín de Cactus para envejecerla. Dice que con César se trabajaba muy bien. Al principio no tanto, pero “al final daba gusto trabajar con él”.

De lo que más orgulloso está Santiago es de los Juguetes del Viento, y dentro de ellos, del que hay en Berlín, que está hecho con acero inoxidable y que parece que tiene un motor, por cómo se mueve.

De lo que más orgulloso está Santiago es de los Juguetes del Viento, y dentro de ellos, del que hay en Berlín, que está hecho con acero inoxidable y que parece que tiene un motor

Conserva los bocetos que pintaba César y que le servían de guía. El dibujo está claro pero no están marcados ni el tamaño ni las proporciones. Lo que hizo César fue dibujar una persona junto a la escultura móvil. Santiago midió ocho centímetros de persona dibujada y 1,74 de su propia estatura y empezó a partir de ahí, con una regla de tres y otros cálculos, a los que le ayudaba su mujer.

Y para hacerlo por partes, cuadriculaba el dibujo y lo hacía más grande. “Yo no sé dibujar”, señala. Dice que él trabajaba casi siempre solo y que César pasaba por el taller, y si él casi aprende a dibujar, César “si vive un par de años más aprende a soldar”.

Santiago aprendió solo, “con imaginación”, porque no había otro medio. Dice que lo más complicado fueron los cangrejos y que algunas de las cosas que le encargaba César le parecían horribles, que creía que César estaba loco. Pero, una vez hechas, cambiaba de opinión.

También asegura que nunca se quejaba del trabajo que hacía él o alguno de sus compañeros en el Cabildo pero que los enfados eran descomunales si los veía fumando. Le veían llegar desde el fondo de la nave y escondían el cigarro en el bolsillo, incluso encendido si no les daba tiempo de apagarlo. Se enfadaba tanto que al final decía: “Ya no me acuerdo ni a lo que vine”.

Se jubiló en 2002 y cuando le quedaban unos meses para retirarse le tuvieron que operar en Pamplona. Ha superado tres cánceres y un infarto, pero ahí sigue, yendo de vez en cuando a un terreno que compró junto a las Peñas del Chache.

“El quirófano lo conozco mejor que la soldadura”, dice. Ahora le llaman del Cabildo para supervisar el montaje de Fobos, el Juguete de la rotonda de la Fundación, pero dice que su participación no hace mucha falta porque quienes se encargan de hacerlo “saben más durmiendo que despiertos”.

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