Casa
Cuando éramos niños, o al menos cuando yo lo era y el escenario natural de juegos era la calle, la palabra casa era sinónimo de seguridad. No la casa de cada uno, que hay de todo, sino una casa común imaginaria, que podía ser un punto determinado de una pared, una farola, una papelera o un buzón de correos. Si se combinaba el contacto físico de la mano con el lugar escogido más la invocación verbal en forma de grito, aparecía la inmunidad. En casa no te podían pillar.
En medio de la pandemia, la casa recobra ese significado. Lo que era una obligación al principio, para muchas personas se ha convertido en vocación o en la única opción que contemplan. Me llegan relatos, directos e indirectos, de personas, más o menos cercanas, que no quieren salir por miedo a contagiarse. Quieren tener garantías de que pueden salir y no se van a contagiar. Lamentablemente, las garantías totales no existen y tampoco habría que minusvalorar al resto de riesgos.
En casa se está bien (quien esté bien). El mundo de fuera se puede obviar aunque el miedo lo genere precisamente el mundo de fuera, previa intermediación de una información que siempre va a ser incompleta, o por parte del emisor o por parte del receptor. En casa, puede que no te pase nada malo, pero te puedes olvidar de gran parte de lo bueno.
Va a ser más duro salir que permanecer en el caparazón. Este mismo martes por la tarde el presidente del Gobierno ha presentado el famoso plan de desescalada, en cuatro fases. Y habrá que salir, porque a pesar de la seguridad, los que llegaban a casa en realidad dejaban de jugar hasta que no se arriesgaban a que les pillaran de nuevo.
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